Sala de Lectura
Surviving the Fall
Peter Selwyn
Carmen, una dominicana reservada y amable de ojos grandes y voz suave, que se quedó embarazada a los 33 años después de que se le hubiera dicho repetidamente que nunca podría tener un hijo. En la primera consulta prenatal le desbordaba la emoción y pedía insistentemente ver con sus propios ojos el resultado del test de embarazo para estar segura de que era cierto. Para entonces ya se encontraba en la fase sintomática de la infección VIH y creía que era un milagro que se hubiera quedado embarazada después de intentarlo tantos años. En este caso nos preocupaba no sólo la transmisión del VIH al feto, sino también la salud y la capacidad de Carmen para llevar a buen puerto el embarazo. Ella, sin embargo, insistía con fuerza en que quería el niño, y decía que era claramente un regalo de Dios y que su última misión en la Tierra era dar a luz a un niño que no padecería la enfermedad. Aunque yo era pesimista sobre el futuro del embarazo, su convicción era tan rotunda que no me quedaba más remedio que apoyarla de todo corazón.
Aunque Carmen tuvo efectivamente complicaciones durante el embarazo, las superó y dio a luz a una niña sana, de peso normal y a término. En el paritorio dijo que la iba a llamar Rebecca, y aún puedo ver la cara de Carmen reluciente de gratitud, alivio y orgullo al decirlo. La niña estuvo enferma varias veces en los primeros meses de vida, y temimos que se hubiera contagiado, pero los anticuerpos se negativizaron a los seis meses y al cumplir un año no mostraba signos de infección o enfermedad (En aquella época, no dispooníamos de tests para detectar la infección en recién nacidos. La detección de anticuerpos, que era el único test existente para la infección, era siempre positivo al nacer si la madre estaba infectada, porque todos los niños tienen anticuerpos maternos que han atravesado la placenta. Por este motivo, los padres y los trabajadores sanitarios tuvimos que soportar varios años de temerosa inseguridad y a la espera de que el bebé se volviera seronegativo y no presentase signos de infección VIH. Si sucedía así, lo más probable era que no se hubiera infectado en el periodo perinatal. Afortunadamente, con las pruebas virales actuales hoy en día es posible reponder a esta pregunta mucho más cerca del nacimiento).
Carmen se fue a vivir a la parte este del Bronx, y dejó nuestro programa cuando Rebecca tenía seis meses, por lo que perdí el contacto con la familia y la niña. Más de cinco años después, en una librería de Manhattan vi un libro de fotografías de personas con SIDA. Al hojear esta colección de fotografías hermosas y brillantes, vi la cara de una niña cuya expresión me resultaba vagamente familiar, y me di cuenta de que la cara me recordaba a Carmen, en la que hacía años que no había vuelto a pensar. Volví rápidamente a la página y por el pie de página supe que se trataba efectivamente de su hija Rebecca., de quien se decía que era hija de una mujer con VIH pero que actualmente, a la edad de tres años, se sabía que no estaba contagiada. La niña parecía tan guapa, llena de vida y ajena a la muerte como cualquier otro niño. Cerré el libro y sonreí, pensando en Carmen y en que ciertamente se había cumplido su mayor deseo.
Como un río que empieza a crecer, haciéndose más vigoroso a medida que lo alimentan miles de pequeños afluentes, me da la impresión de que cada recuerdo, cada cara, cada situación enlazan una con otra, hasta hacerme experimentar una inundación de imágenes, recuerdos y relaciones. A través de todos esos recuerdos, llego infaliblemente a cinco personas que tienen un especial significado para mí porque de alguna manera, que yo no percibí en su momento, cada uno de ellos tocó algo en mí que a la larga liberó mi propia historia y me ayudó a encontrar mi propio significado en la epidemia.
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Hasta finales de 1987, cuando llevaba ya más de seis años atendiendo a pacientes con SIDA, no empecé a atisbar el significado personal que reservaba la epidemia. Rodeado de tanto sufrimiento y tanta muerte, y en especial por los tenues límites que existían entre mí y mis pacientes, me enredé en cierto modo en sus vidas: sobreimplicación en el trabajo, pesadillas, insomnio, y sentimientos de omnipotencia o absoluta vulnerabilidad según los pacientes sobrevivían a un episodio de la enfermedad o morían a pesar de todos mis esfuerzos. Por otra parte, emocionalmente, estaba desapegado. A veces el desapego es sano y adecuado para un médico, en la medida en que uno no se esconda tras él; es importante mantener unos límites adecuados en beneficio de ambas partes. Sin embargo, otras veces el desapego una especie de cerrazón del corazón- puede ser la señal de nuestro dolor emocional no resuelto, que se ha mantenido enterrado bajo capas de negación, socialización y capacidad profesional.
Un día, poco antes de la Navidad de 1987, asistí a un concierto en la catedral de St John the Divine, en Manhattan, cerca de la Universidad de Columbia. Al salir vi que junto a uno de los muros laterales de la iglesia había una mesita con muchas velas encendidas, delante de una pancarta blanca en la que se podían leer, escritas a mano, esta sencilla frase: En memoria de los que han muerto por SIDA". Me paré a contemplar estas palabras y súbitamente todo pareció diferente a como había sido hasta entonces. En aquel momento sentí que se abría algo que había permanecido cerrado en mí, y me eché a llorar por todos los paciente sque había perdido, cuyas caras podía entrever en la trémula luz de las velas. Y me di cuenta de que este trabajo tenía que ver conmigo y con mi vida de una manera que no había comprendido hasta entonces.
Elisabeth Kübler-Ross, que ha sido una de mis principales maestros, dijo en una ocasión; "Nunca se llora por otros; sólo se llora por uno mismo". Después de mi experiencia en la catedral empecé a entender el significado de esta simple frase.
Mi padre murió de repente, a los 35 años, cundo yo tenía 18 meses, el 17 de octubre de 1955. Era contable, y murió al caer por la ventana de un edificio de oficinas de Manhattan; durante toda mi niñez, esto es todo lo que supe de él, de su vida y de su muerte. A causa de las inhabituales circunstancias de su muerte, este hecho e incluso el recuerdo de su vida se convirtieron rápidamente en secretos familiares de los que no se me permitía hablar, por lo que mi pérdida fue doble. En cierto modo había llegado a creer que mi padre tal vez nunca había existido. Quizás como testimonio de las muchas capas de negación y evitación con las que mi familia y yo mismo- habíamos cubierto su muerte, no llegué a relacionar mi trabajo con ningún pensamiento consciente acerca de mi padre hasta que se cumplieron seis años del comienzo de la epidemia de SIDA.
A medida que reconstruía gradualmente la historia, pieza a pieza y todavía con muchas lagunas, fue apareciendo como lo más probable que mi padre se suicidó, y no, como yo había creído toda mi vida, en un extraño accidente en el que inexplicablemente perdió el equilibrio y se cayó por una ventana. La cruda realidad, que en último término era también más creíble que lo que me habían contado cuando era niño, era que mi padre no se cayó, sino que se tiró.
Tuvieron que pasar más de treinta años cuando me vi confrontado con la muerte de todos aquellos hombres y mujeres jóvenes a quienes no pude salvar como no había podido salvar a mi padre- para que empezara a darme cuenta de que no había superado mi primera y original pérdida. Después de la revelación en la catedral, comprendí súbitamente por qué me atraían tanto las causas perdidas, por qué me acercaba tan a menudo a la cama de mis pacientes moribundos, por qué sentía siempre que a pesar de todo mi esfuerzo no hacía lo suficiente. Comprendí de pronto por qué tenía la sensación de haber fracasado cada vez que moría un paciente, como si fuera algo que debía haber podido prevenir, cuando la realidad era que no podía hacerlo.
El proceso de hacer las paces con mi pasado no fue sencillo, pero estoy convencido de que me salvó la vida, o que cuando menos me dio fuerzas para quitarme de encima un peso que había llevado conmigo durante casi 35 años sin haber sido consciente siquiera de su presencia. Una vez que hice aquella sencilla y profunda conexión me sorprendió que no se me hubiera ocurrido antes.
Extraído de "Surviving
the Fall: The Personal Journey of an AIDS Doctor," de Peter
A.Selwyn, M.D., copyright 1998, Peter A. Selwyn.
Con autorización de la editorial, Yale University Press.