El organigrama

            El señor Padilla, un joven y brillante licenciado recién expedido de una prestigiosa universidad, logró superar sin excesivos problemas la oposición de acceso al ministerio.  Ufano y satisfecho de sí mismo, se acercó una mañana a la sede central dispuesto a tomar posesión de su cargo, con su acreditación como único contenido de un flamante portafolios regalo de su madre.  Imaginaba en su camino que dada su gran valía, palmariamente puesta de manifiesto en los exámenes, se le confiaría un negociado de importancia desde el que podría iniciar una fulgurante carrera dentro del funcionariado.

            Pero la indiferente acogida del jefe de personal, que no expresó el entusiasmo que nuestro hombre creía merecer, hizo que perdiera la fe en su cuento de la lechera particular.  Tan sólo un par de preguntas fríamente corteses, el recordatorio de sus derechos y deberes como funcionario (algo sobradamente conocido para el señor Padilla, en tanto que temas 23 y 24, respectivamente, del programa teórico de la oposición) y una palmadita en el hombro antes de facturarle hacia su despacho, guiado por un ordenanza chusquero próximo a la jubilación.

            Sumido en negras cavilaciones, fue siguiendo el señor Padilla a su renqueante guía por pasillos cada vez más oscuros y estrechos, convenciéndose por momentos de que le sería difícil orientarse en una estructura arquitectónico – administrativa tan compleja.  Lamentábase de no haber tenido el buen juicio de ir marcando su camino con pólizas o sellos, a la manera de un Teseo funcionarial, cuando, por fin, su guía se detuvo en seco ante una puerta desvencijada.  Calóse el añoso ordenanza las gafas de presbíope y retrocedió un par de pasos hasta chocar con la pared.

            -Dieciséis – leyó con dificultad – esta no es – y reemprendió su marcha.  Un par de metros más allá, en lo que parecía un cul-de-sac, el guía se detuvo nuevamente, más seguro de sí mismo: - Dieciocho, aquí es.

            Tras mucho luchar con la cerradura, y después de un vigoroso empujón, el ordenanza consiguió abrir la puerta, que cedió con un chirrido que revelaba muchos años de desuso del despacho.  Lo oscuro de la estancia –“vaya, no funciona la luz”, comentó el guía-, el olor a cerrado, el polvo, las telarañas, y un ratón que se escondió asustado en una grieta del zócalo, terminaron de descorazonar al señor Padilla, que se pasó lo que quedaba de su primer día de trabajo preguntándose qué habría sido de la secretaria, el fax, los cuatro teléfonos y el aire acondicionado de los que en su imaginación había dotado al despacho.  Para colmo de males, al final de la jornada se perdió en los corredores y hubo de vagar desorientado durante casi media hora hasta dar con la salida del edificio.

            En los días que siguieron, el señor Padilla asistió con satisfacción a los cambios que en su ausencia sufría el despacho.  Se hizo la luz el mismo día en que desapareció el polvo, dejando un intenso olor a cera.  Otro día brotó de la nada una mesita con una sencilla máquina de escribir manual, y a la mañana siguiente apareció una papelera que fue recibida con auténtico entusiasmo.  Todas estas pequeñas mejoras le llenaron de alegría, y aunque la silla era incómoda y cojeaba, y la llave aún se trababa en la cerradura, el señor Padilla pudo al fin comprobar que el despacho de un burócrata es su castillo.

            Una mañana entró en su despacho muy ilusionado, preguntándose qué novedad descubriría en él.  Le faltaban aún el paragüero, un perchero y un sillón más cómodo que venía reclamando al servicio de mantenimiento desde que supo de su existencia, y esperaba que alguno de estos accesorios estuviera ya instalado.  En su exploración de la estancia no encontró ninguno de los tres, pero descubrió en la pared un cuadro que no estaba allí el día anterior.  Era un gráfico que describía una estructura piramidal muy compleja, denominada, según pudo leer, “Organigrama”, en la que había algo especial y seductor que hizo que la estudiase con detenimiento.  En la cumbre la pirámide podía distinguirse una casilla con el nombre del máximo responsable, desde la que descendían líneas verticales que correspondían a los diferentes departamentos del ministerio.  Cada una de estas líneas se ramificaba, a su vez, y todas ellas aparecían salpicadas de casillas con los nombres de funcionarios de rango cada vez más bajo a medida que se aproximaban a la base.  Al final de una de estas líneas, en lo más bajo de la estructura, el señor Padilla encontró una casilla con su nombre y su cargo.  Este descubrimiento le causó una profunda desolación.  Nunca hasta entonces, ni siquiera en la dolorosa toma de posesión de su despacho, había tenido conciencia de lo insignificante de su posición dentro del ministerio.  Pero sobrepasada la desilusión inicial, y tal vez seducido por el embrujo de la figura, el señor Padilla se juró a sí mismo que no tardaría en escalar casillas dentro del organigrama, rumbo a la cima.

*   *   *   *   *

            La espectacular ascensión del señor Padilla causó una profunda conmoción a los demás habitantes de su zona del organigrama.  Era tal la velocidad y firmeza con la que escalaba posiciones que algún malicioso le adjudicó el nombre de Montgolfier.  Nunca antes se había visto alguien tan diestro como él; nadie había demostrado jamás su pericia a la hora de afiliarse o desafiliarse, ni su brillante intuición para captar quién era el jefe a adular a cada momento.  En sus primeros años en el ministerio su progresión fue verdaderamente portentosa, por lo que guardó siempre un entrañable recuerdo de aquellos tiempos.  Sin embargo, llegó un día en que no pudo ascender más.

*   *   *   *   *

            Acomodado en su butaca dictaba desganadamente el señor Padilla una carta a su secretaria en un caluroso día de verano.  Mientras secaba el sudor de su frente se preguntó irritado cuándo demonios repararían el sistema de aire acondicionado de su espacioso despacho enmoquetado.  En los casi dos años que llevaba en él, y a pesar de sus continuos requerimientos, el servicio de mantenimiento no había tenido a bien pasarse por allí, y esto era algo que le sacaba de quicio.  Dos años sin aire acondicionado, y sin ascender en el ministerio, y sin escalar en el organigrama.  Y es que en la casilla inmediatamente superior estaba firmemente asentado su actual jefe, y no había manera de desplazarlo.  Contempló una vez más la familiar estructura piramidal, en la pared frente a él, y comprobó que aunque había progresado mucho se encontraba aún muy lejos de la cima del organigrama.

            Su casilla le resultaba cada vez más estrecha y agobiante, y cuando miraba hacia lo alto y descubría las gordas posaderas de su inmediato superior, cómodamente sentado en su apetecible jefatura, se sentía tan irritado que ni siquiera la visión de la incipiente calva de su inmediato subordinado y antiguo jefe conseguía apaciguarle.

            Después de mucho analizar la situación, se percató de que en el departamento de estudios, que en el organigrama estaba representado por una línea a la derecha de su departamento, existía una jefatura un poco por encima de su nivel, que iba a quedar vacante en breve, ya que el señor Ortiz, que la ocupaba, estaba a punto de jubilarse.  Una casilla tan apetecible, aunque estuviese en otra línea, era un plato demasiado tentador para señor Padilla, y se dispuso a conquistarla.  En su estudio de la estrategia adecuada sobre el terreno de operaciones del organigrama, observó que en el departamento de estudios, algunas casillas más arriba, trabajaba un antiguo profesor de la facultad con el que había tenido una cierta relación, y decidió cultivar su amistad.  Su maniobra dio el resultado apetecido, y fue así como el señor Padilla, apoyado en su protector, pudo trasvasarse de una línea a otra, cual un Tarzán funcionarial colgado de una liana.  Aunque el aterrizaje fue un tanto aparatoso, tal vez por la novedad, y los habitantes de casillas próximas criticaron abiertamente el procedimiento, la experiencia satisfizo tanto al señor Padilla que decidió utilizarlo en lo sucesivo cuantas veces le fuera posible.

            El ascenso del señor Padilla continuaba imparable.  Cuando le era imposible progresar en un departamento, buscaba una línea próxima a la que trasvasarse.  Se convirtió así, para los maliciosos, en “El Rey del Twist”, por su progresión en zigzag hacia lo alto, apoyándose siempre en figuras de mayor rango cuya amistad cultivaba y a los cuales abandonaba cuando no le eran útiles para sus planes.  Pero llegó un momento, cuando estaba a punto de alcanzar el tercio superior del organigrama, en el que no hubo puerta a la que llamar, ni liana de la que servirse. 

*   *   *   *   *

            La imposibilidad de progresar sentaba mal al señor Padilla.  Se pasaba los días cavilando mientras recorría su casilla dando mil vueltas, cabizbajo y con las manos pesadamente hundidas en los bolsillos.  Maldecía para sus adentros la rigidez del ministerio, la falta de plasticidad del organigrama, que impedían que continuase su firme ascensión.  Buscó durante meses la manera de acabar con ese estado de cosas y finalmente la encontró.  La solución estaba en desestabilizar el ministerio, en hacer que el organigrama se tambalease.  Y no tardó en poner manos a la obra.  Con meticulosidad fue colocando cargas de profundidad en los lugares más estratégicos del organigrama, maldiciendo acerca de tal subsecretario, divulgando falsos rumores sobre cual jefe de departamento, o filtrando a la prensa interesados rumores.  La tensión iba creciendo en el organigrama, algunas líneas parecían contraerse, otras, por el contrario, se dilataban, muchas casillas temblaban.  Llegado el momento crítico sobrevino la explosión.  Toda la estructura del organigrama, presa de una monumental sacudida, vibró, y muchos de los ocupantes de sus casillas superiores, desprevenidos, cayeron al vacío, mientras el señor Padilla les veía precipitarse, satisfecho de su obra.  Aunque algunos cargos de relevancia consiguieron resistir la crisis ministerial, el cataclismo creó vacantes tan apetecibles que no bien se estabilizó mínimamente la estructura, el señor Padilla se puso a trepar de nuevo.

            Sin embargo, tal vez no midió adecuadamente sus fuerzas.  Cuando se encontraba ya próximo a la cumbre, a punto de alcanzarla y conspirando para provocar una nueva crisis ministerial con su correspondiente sacudida en el organigrama, el señor Padilla cayó en desgracia.  Con la excusa de unos cambios coyunturales, el señor Ministro remodeló la organización y el señor Padilla se encontró de la noche a la mañana flotando en el organigrama, en una casilla fantasma que no atravesaba ninguna línea.  Llamaron a su situación con algún eufemismo que hablaba de disponibilidad móvil sin adscripción a ningún departamento específico –maldita retórica-, y le dejaron en la más angustiosa de las confusiones, sin ningún superior de referencia ni ningún subordinado al que dirigir.  Su casilla se le antojaba impúdicamente desnuda y se sonrojaba lleno de vergüenza cuando se sentía observado.  Veíasele entonces recorrer los pasillos del ministerio, con su fiel portafolios ya ajado, como un alma en pena funcionarial, siempre dando vueltas, pues carecía hasta de despacho, deambulando cansino como un penitente.  Fueron meses duros, en los que el señor Padilla a punto estuvo de echarlo todo a rodar –“parece que se va a la empresa privada”, comentaban los maliciosos-, pero fueron también meses de aprendizaje, de autodisciplina, que le enriquecieron.  Su patética, pero al mismo tiempo privilegiada situación en los pasillos, le permitió llegar al convencimiento de que las empresas humanas son efímeras, y de que quien hoy está en lo alto puede muy bien verse en lo más bajo mañana, y al aplicar estos sabios principios a su caso se llenaba de esperanza de que su dolorosa situación cambiase algún día.  Y llegó por fin en momento anhelado.  Un cambio –otro más- en las instancias más alta, dejó libre la cúspide del organigrama, y el señor Padilla, siempre atento al quite, supo moverse antes que nadie para conquistar la casilla suprema. 

*   *   *   *   *

            Feliz y satisfecho después de tantos esfuerzos, contemplaba el señor Padilla sus dominios desde lo alto del organigrama.  Sus subordinados, alojados en casillas que pendían de las arborizadas líneas, parecían sostenerle, y se complacía en estudiar desde su privilegiada atalaya las calvas que se le presentaban.  Pero con el paso del tiempo puedo percibir que no todo es fácil cuando se están en lo alto del organigrama.  Sus inmediatos subordinados parecían acecharle, dispuestos a desalojarle de su preciada casilla; mirábanle amenazadores, con sus agudos dientes de escualo prestos a devorarle.  Algunos incluso revoloteaban a su alrededor con vanos propósitos y aviesas intenciones y el señor Padilla comenzó a sentirse como un King-Kong funcionarial al que pretenden hacer caer de lo alto del edificio.

            Comentaban los maliciosos que era ostensible que el señor Ministro desconfiaba de todo el mundo.  ¿Por qué, si no, retrasaba importantes nombramientos?  ¿Por qué, si no, rechazaba toda sugerencia, todo consejo?  ¿Por qué, si no, se volvía en los pasillos como si temiese encontrar a alfuien a sus espaldas, dispuesto a asestarle un golpe mortal?

            El señor Padilla comenzó a sentir que el organigrama tiraba de él, que suponía un terrible lastre para su cuerpo y su alma, y que no podría resistir el lastre de todos aquellos funcionarios acechantes y prestos a acabar con él.  Decidió cortar por lo sano.  Una mañana, pertrechado de una potente sierra eléctrica, se dispuso a talar la línea que salía de su casilla y que se ramificaba a continuación en los cinco departamentos del ministerio.  Comenzó su tarea con precaución, evitando hacer ruidos innecesarios, para no ser sorprendido por sus enemigos, pero pronto pudo comprobar que no había riesgo de que se descubriesen.  Estaban todos entregados a su tarea, trabajando diligentemente en sus casillas.  La abnegación de sus subordinados le llenó de emoción y a punto estuvo de perdonarles la vida, en un gesto de grandiosa clemencia y magnanimidad; sin embargo, decidió ser fuerte, no ceder, no dar muestras de debilidad, y continuó con la obra.  La sierra iba segando limpiamente la línea y el señor Padilla sonreía satisfecho.  “Un poco más”, pensó, “sólo falta un poquito más”, y por fin la línea cedió.  Oyó un crujido y se dispuso a ver desmoronarse el organigrama a sus pies, pero para su sorpresa la estructura se mantenía intacta.  Fue entonces cuando notó un extraño vértigo; miró en su derredor y de pronto se percató, lleno de pavor, de que era él quien caía, y caía, y caía en el vacío.

 

*   *   *   *   *

            Encontraron al señor Ministro muerto en su despacho, electrocutado tras haber cortado con un abrecartas de acero inoxidable una conducción eléctrica.  Cuando se corrió la noticia por oficinas y pasillos, algún malicioso comentó: “Más dura será la caída”.

©Txori-Herri Medical Association 2000