Un Ejercicio de Nostalgia
Grand Round at the Txori – Herri Medical Center
El tiempo va pasando inexorablemente, como hemos podido comprobar al enfrentarnos con el impúdico espejo de nuestro baño en la diaria tonsura. El dr CA Smith ha registrado un alarmante crecimiento de sus patas de gallo, el dr Pitiklinov asiste resignado al imponente temporal de nieve que va plateando algo más que su sien y el dr Logan ha asumido que en breve le bastará con el listado de los apóstoles para poner nombre a todos y cada uno de sus cabellos. A partir de estos hallazgos casuales, y teniendo en cuenta que en buena medida los lectores de esta publicación son, en términos epidemiológicos, una cohorte, hemos extrapolado que los estragos del paso del tiempo tienen que estar manifestándose en todos ellos.
En un segundo paso, y basándonos igualmente en la introspección, el insight autocrítico y otros procedimientos entre psicológicos y religiosos, hemos podido apreciar que a medida que pasan los años y pesan los recuerdos, en nuestras conversaciones, y en los intercambios con nuestros infortunados juniors, tendemos a ser cada vez más descaradamente batalliteros, si se nos permite el término. En efecto, podemos pasar horas y horas glosando anécdotas, historias y susedidos, y por idéntico razonamiento generacional, presumimos que nuestros lectores se están poniendo gradualmente igual de pesados que nosotros.
Existe, empero, una alarmante insensibilidad social ante la necesidad acuciante que experimentamos los psiquiatras carrozas de contar nuestros recuerdos. Es una lástima, porque de esta manera se aniquila una preciosa vía de acceso al conocimiento y al saber profesional, y se impide que las nuevas generaciones se beneficien de estas bellas historias, adornadas en ocasiones con exageraciones muy enriquecedoras. ¿Por qué no, nos preguntamos, hacer un hueco en los congresos profesionales, entre simposium satélite y simposium satélite, para sesiones de intercambio de batallitas? Pues nada, venga a dar el tostón con receptores, serotoninas y virtudes de los milagrosos fármacos modernos, y ningún espacio para el intercambio de recuerdos, a pesar de que todos estaremos de acuerdo en que la salud de la profesión y los profesionales se beneficiaría mucho de estos espacios, por los que sordamente claman con creciente intensidad las voces de los psiquiatras en proceso de talludización.
Ante tamaño vacío, nuevamente el THMJ tiene que asumir el reto histórico y acometer con decisión y arrojo sin par la tarea de cubrir esta laguna, creando esta sección en la que nuestros colegas podrán dar rienda suelta a sus recuerdos, más o menos novelados, obteniendo así una saludable válvula de escape que liberará tanta energía, no exactamente libidinal, pero que igualmente puede dar lugar a complicaciones si se asocia a determinados contenidos de la psique.
Inauguramos hoy esta sección con una contribución del Dr Luis Mª X., antiguo residente del afamado y prestigioso Txori – Herri Medical Center, en la que nos relata su primera sesión clínica, en la que, por cierto, presentó un caso peliagudo y abigarrado.
Sabedores de que esta nueva encomiable iniciativa que el THMJ emprende en el día de hoy será saludada con merecidos plácemes y parabienes no nos queda más que ceder la palabra al dr X.
Parecía una mañana cualquiera en el Txori – Herri Medical Center, pero para mí distaba mucho de serlo. La espaciosa biblioteca, pozo de ciencia en que mis compañeros compartían día a día su saber y su experiencia, entre alusiones a receptores, a Ajuriaguerra, al objeto, a la escisión, a Lacan o al doble vínculo, era tan imponente como siempre, y también como siempre podía percibirse un olor familiar y un tanto rancio, mezcla de papel añejo, tinta y la versión barata y a granel de Pronto de Johnson que utilizaba el personal de limpieza.
Yo llegué el primero, no podía ser de otra manera. Mis compañeros fueron llegando de uno en uno, y se sentaron alrededor de la mesa, tan pulimentada que cada vez que nos pasábamos revistas, libros o simples bolígrafos se deslizaban veloces como si fuera una pista de patinaje.
Me encontraba muy nervioso, a pesar de que había preparado concienzudamente la sesión con mi jefe, muy interesado en el caso que iba a presentar. En mi inquietud, el familiar lapso previo al inicio de la exposición despertaba en mí sentimientos ambivalentes. Por un lado, agradecía mucho que hubiera pequeños corrillos en los que se comentaban trivialidades, o tal vez asuntos de enjundia, quién sabe, pero al mismo tiempo sentía la urgencia de hacerles callar y empezar de una vez. Mi bisoñez en el manejo de la situación debió resultar evidente para mi jefe, que decidió intervenir
-Bien –dijo con voz firme, precedida de un elegante carraspeo- si ya estamos todos, tal vez puedas comenzar, ¿no, Luismari?
-Eh, sí, sí –mi balbuceo apenas sonó en la estancia
-Luismari va a presentar el caso del paciente éste que algunos ya conocéis, el que protagonizó un altercado hace unos días en un bar –siguió mi jefe, tomando la iniciativa
-Un caso muy interesante –acotó el dr A, con el que había hablado yo sobre el particular en una guardia reciente- muy interesante.
-Sí, eh, sí... –y algo me impulsó a leer sin interrupciones el resumen que yo había hecho del caso- se trata de un varón de 30 años, sin antecedentes psiquiátricos previos, que es traído para valoración psiquiátrica por una patrulla de la Ertzaintza, de madrugada. El motivo por el que lo traen es un altercado que protagonizó en un bar de Pozas, en el curso del cual estuvo vociferante, faltón, provocador... y bastante afortunado, porque la patrulla apareció cuando se disponían a llevarlo al puente de Deusto, para tirarlo a la Ría
-Por descastado –intervino el dr A, dándoselas de familiarizado con el caso.
-A su ingreso se presentaba consciente, farfullante, con un intenso fétor enólico, procaz en sus aseveraciones, faltón, arrogante... logorreico...
-Has dicho a su ingreso, Luismari. ¿No sería más apropiado decir en la exploración inicial? Ten en cuenta que en principio se te remitió al paciente para valoración. No había ninguna indicación previa de ingreso, no habías acordado con ningún otro centro su hospitalización, no había orden judicial de internamiento –el dr B, tutor de los residentes, solía cortar nuestras intervenciones con este tipo de observaciones puntillosas y pedantes, que le servían para marcar su terreno y dárselas de importante. Además, yo estaba seguro de que no le agradó que no consultara el caso con mi adjunto de guardia, que casualmente aquel día era él; claro que tampoco le agradaba nada que le despertáramos de madrugada para consultar nuestras dudas. La misma pregunta que a media tarde podía dar lugar a una tediosa clase magistral, si era planteada de madrugada, recibía automáticamente la calificación de “gilipollez” y el infortunado residente que la formulaba, un considerable chorreo y una aseveración, entre admonitoria y amenazante, del tipo “si te ahogas en ese vaso de agua no llegarás nunca a ser psiquiatra”.
-Bueno, gracias, dr B por su matización. Quería, eh, debía haber dicho, “en la exploración inicial”.
-Continúa, Luismari –intervino mi jefe, a quien no le gustaba nada que otros “mayores” se permitieran irrumpir en lo que consideraba su propio territorio. B era mi tutor, pero el paciente –y yo mismo- nos encontrábamos en su servicio, y para estas cosas mi jefe era muy suyo; me lo imaginé por un momento marcándonos al paciente y a mí con un chorro de orina.
-... eh, ¿dónde estaba? ¡Ah, sí! No se recogían síntomas psicóticos, pero sí una tendencia a la fuga –B arqueó los ojos, seguramente para preguntarme cómo sabía yo que quería fugarse, pero mi jefe carraspeó y me libré de otra recriminación-. Se mostraba pendenciero y aseguraba que volvería al bar y que tiraría uno por uno a la Ría a todos los parroquianos que habían discutido con él. Ante el riesgo de paso al acto decidí ingresarle para valoración psiquiátrica con el diagnóstico de presunción de episodio maniaco vs intoxicación por alcohol y posiblemente otras sustancias.
-¿No fue una medida precipitada, muchacho? Quiero decir que si estaba creando problemas de orden público, lo apropiado hubiera sido que resolviera el problema la policía, ¿no? –intervino el dr C, conocido por su aversión a que la Psiquiatría asumiera lo que él llamaba “control social vicariante”. En esencia, a C sólo había una cosa que le preocupase más que el hecho de que los trastornos de conducta más o menos difíciles de explicar acabaran con una etiqueta psiquiátrica, y esa cosa era que una vez etiquetados ingresaran en nuestro centro y tuviera que atenderlos él. Era un hombre caballeroso, de maneras exquisitas, que atendía con esmero y dedicación lo que él denominaba “interesantes conflictos” y que los residentes considerábamos en nuestros encuentros casos light de consulta de psicoanalista.
-Bueno, había un elemento ideativo que me llamó la atención, y me pareció que necesitaba una valoración psicopatológica más detallada... era... eh... decía que... –no me atrevía a contar el síntoma- eh... bueno, pues, eh, digamos que había un... eh... ¿fenómeno? –dije mirando de reojo al dr D, de orientación lacaniana, que últimamente, con sus correligionarios, estaba releyendo a Husserl y calificaba a todo de fenómeno; D me miró con un gesto de satisfecha aprobación- un fenómeno, eh... llamativo.
-No nos dejes en ascuas –urgió el dr E, interrumpiendo por un momento sus tareas de prospección de sus fosas nasales; me fascinaba este hombre, capaz de rascarse la cara interna de la nuca por vía trasnasal.
-Bueno... pues resulta que aunque es de Bilbao es seguidor de la Real Sociedad...
-Oh –dijeron todos. Supe por su expresión que a C le pareció que había suficiente motivo de ingreso; D miró con sorpresa e indignación contenida; E casi se arranca la glándula pineal de la impresión. A, por su parte, se arrellanó en su silla y miró a derecha e izquierda muy ufano, como diciendo “¿qué os había dicho yo?”.
-“Esto” tengo ingresado en mi servicio –dijo mi jefe, y todos le miraron con admiración y respeto-. Le lleva Luismari, pero con mi supervisión estrecha.
-Naturalmente –dijo, mordaz, B
-Eh... hubo problemas para acostarle, necesitamos pincharle... cuatro por dos... ocho tiaprizales intramusculares y finalmente se acostó.
-¿Vitamina B1? –B parecía decidido a tocarme las narices
-Sí, también le pusimos, siguiendo el protocolo.
-A la mañana siguiente el paciente estaba sedado –intervino mi jefe, dispuesto a no dejar que el tutor siguiera capitalizando la sesión - Pasó así prácticamente todo el día, y sólo estuvo en condiciones de ser entrevistado tras dos noches en el hospital. Así que fue, en realidad, más de 24 horas después del ingreso cuando Luismari y yo vimos al paciente. Luismari...
- Bueno, pues la situación había cambiado bastante. Por supuesto, la intoxicación había desaparecido, y tampoco había datos de manía. Parecía una persona razonable, y hasta donde pudimos deducir por lo que nos contó, adaptada a nivel social y profesional...
- Salvo por el detalle de su txuriurdiñofilia –intervino el dr F, que no desaprovechaba cualquier ocasión para acuñar nuevos términos psicopatológicos. Hay que decir que muchos de ellos no eran más estúpidos que los de la terminología oficial de la profesión.
- Efectivamente. Parecía incluso divertido cuando con las debidas precauciones le interrogamos al respecto.
- Lógicamente –intervino mi jefe- no consideramos prudente confrontarle con lo que podía ser una afirmación proferida en un momento de alienación... –hubo un murmullo de aprobación a nuestro exquisito cuidado profesional
- Sí, no hubiera sido ético confrontarle directamente –opinó el dr G, que siempre invocaba a la Ética. Muchas veces sus llamadas a la Ética no tenían mucho que ver con lo que se estaba hablando, pero se sentía a gusto dando la impresión de que le preocupaban estas cosas, cuando en realidad su práctica profesional no era precisamente virtuosa.
- Sin embargo, nuestra precaución fue innecesaria. El mismo se apresuró a decirnos que era de la Real Sociedad, sin ningún complejo... y sin ningún pudor. Y no pudimos encontrar ningún elemento psicopatológico (por ejemplo, ideas delirantes, ideas obsesivas) con el que tuviera relación esa aberración futbolística. Durante los días siguientes observamos cuidadosamente al paciente, cuyo ingreso fue autorizado por el Juzgado. El personal de enfermería, avisado, estuvo muy al tanto de sus actuaciones.
-Supongo que hablaríais con la familia –intervino E, a medio desenroscarse una estalactita nasal.
-Sí: no nos dieron ningún dato de patología premórbida. La escolarización fue brillante, terminó la licenciatura de Derecho...
-Ajá... estudió, pues, en Donosti –dijo B, como si acabara de descubrir la clave del problema
-No, no, en Deusto –B, y todos los demás, me miraron estupefactos: había que descartar, pues, la posibilidad de un contagio ambiental- Se puso después a trabajar en una empresa pública, en la que sus compañeros no tenían queja alguna de su proceder.
-¿Cuándo empezó el síntoma? –preguntó D.
-Parece que en torno a la adolescencia, aunque el paciente era incapaz de precisarlo...
-O no quería hacerlo –corrigió mi interlocutor- No olvidemos que es un perverso.
-Es posible, es posible –concedió mi jefe- pero, Luismari, la familia no supo nada de esto hasta los 18 o 20 años, ¿no?
-Sí, al principio parecía una persona normal. Incluso recuerdan que tenía un escudo del Athletic en su habitación, bien es cierto que en un lugar no muy visible... –E hizo un gesto de desaprobación con la cabeza, sin dejar sus prospecciones nasales- luego, hacia los 18 años, empezaron a notar cosas extrañas. Cuando el Athletic volvía goleado de San Sebastián no se le veía contrito, como al resto de sus hermanos... hubo otros pequeños indicios, que a toro pasado interpretamos como claro indicador de la progresiva aparición del cuadro, pero que en aquel entonces pasaron desapercibidos. Por ejemplo, insistía en ver los partidos televisados de la Real y parecía aburrido cuando su padre ponía los del Athletic, pero la familia no sospechó nada especial, porque en otros ámbitos de la vida todo iba sobre ruedas.
-Es la negación, obviamente –aseveró C.
-Hasta que un día reunió a sus padres y se lo contó. Fue un enorme disgusto para ellos. La madre aún llora al recordarlo, y el padre a duras penas contiene las lágrimas.
-Normal. No deja de ser, por su parte, una reacción adaptada y sintónica a un trauma –opinó F
-El padre quiso echarle de casa, pero la madre intercedió. Ya se sabe cómo son las madres. Convenció al padre de que si el paciente se veía en la calle podría degenerarse aún más.
-Seguramente no le faltaba razón –intervino mi jefe, deseoso de agilizar la sesión-. Al menos, en un medio familiar contenedor podría atenuarse el síntoma. Llegaron a un compromiso; los padres, con harto dolor de corazón, consentirían su desviación a cambio de que no se exhibiera con escudos, pegatinas, banderas o posters de la Real Sociedad.
-Le forzaron, pues, a no salir del armario –concluyó F
-Sí, creo que es la mejor manera de describirlo. Fueron pasando los años...
-...sin que hubiera ninguna intervención profesional que mitigara el cuadro –acotó G- esto tiene importantes implicaciones éticas.
-...y sin ningún tipo de desórdenes en otras esferas de la vida –apostilló el dr H, que se pasaba el día leyendo bibliografía eeuuense, cuya semántica y sintaxis salpicaban su discurso hasta el punto de acercarlo en ocasiones a una jergafasia.
-Así es –dije, con creciente seguridad en mí mismo – y mantuvo el tipo, hasta que en aquella borrachera todo lo que reprimía conscientemente, su inconfesable secreto, brotó como un geiser.
-¿Pruebas complementarias? –preguntó B
-Todo normal.
-¿Serologías incluidas?
-Pedimos hasta borrelia...
-¿Neuroimagen?
-Sin hallazgos
-¿Le habéis hecho la cosa esta cara, que saca imágenes en colorines? –preguntó el dr I, un compañero buen conocedor de la profesión, pero al que le gustaba adoptar un cierto tono descuidado tanto en su aspecto como en sus intervenciones.
-La PET también era normal.
-¿Uso de sustancias? –preguntó H, como salido de una mala traducción del DSM
-Nada. El paciente y la familia lo niegan, y todas las analíticas, de sangre, de orina, de cabello, fueron negativas.
-¿Y de la cosa de las luces? –insistió I, refiriéndose a los tests de inteligencia. En este punto se me pusieron los pelos como escarpias sólo de recordar el mal trago de pedir un WAIS a J, nuestro psicólogo. Mi jefe lo consideraba una subespecie y no tenía el menor reparo en hacérselo notar. Una de sus técnicas favoritas para maltratarle era ordenarnos a los residentes que pidiéramos psicometrías variadas a nuestros pacientes. De esta manera, J se veía obligado a actuar según nuestras indicaciones, lo que para él constituía una enorme humillación, frente a la que se rebelaba retrasando la prueba todo lo que podía. Luego llegaba el momento en que mi jefe nos preguntaba por el resultado del WAIS y no teníamos más remedio que decirle que aunque estaba solicitado aún no se había realizado. Lo siguiente era que a J le caía una bronca descomunal en la reunión de equipo, en presencia del residente delator, que no sabía dónde meterse. Como no podía ser de otra manera, mi paciente txuriurdiñofílico dio pie a otro WAIS, a otra demora en la prueba, a otra delación forzada y a otro chorreo. Fue un trago muy desagradable, pero con el paso de los años me di cuenta de que mi jefe y J se lo pasaban muy bien con estas peleas.
-CI de 120 –respondí
-Bueno, según nuestro psicólogo, claro –dijo, con sorna, mi jefe.
-120 no es un CI escasito –dijo I
-Hombre, para un bilbaino, sí que lo es –matizó E, que en esos momentos se estimulaba la superficie rostral de la protuberancia o puente de Varolio
-Tienes razón –concedió mi jefe-, pero aún no contamos con tablas adaptadas a nuestro medio
-Podría ser un trabajo interesante para nuestros mires –amenazó B, tan sádico como siempre, y en su mirada maliciosa pude entrever la satisfacción que le reportaba imaginar a los indefensos residentes colaborando en un trabajo de investigación con el psicólogo.
-¿Antecedentes familiares? ¿Consanguinidad? ¿Algún antepasado guipuzcoano? –preguntó A, que sabía sobra, por habérmela sonsacado en una guardia, la respuesta a su pregunta
-Nada, nada – respondí, mientras A miraba a derecha e izquierda para comprobar si su sagaz intervención había sido acogida con la admiración que él estimaba que merecía.
-Bien, bien –continuó mi jefe- la cuestión ahora es el despistaje diagnóstico.
-Hay un claro conflicto edípico –se apresuró a opinar C – el Athletic es una prolongación de la figura del padre y la Real, la Real –repitió, enfatizando el artículo femenino- es la madre.
-Sí, sí –repuso mi jefe, condescendiente- pero la cuestión es: desde el punto de vista nosológico, ¿qué mal aqueja a este paciente?
-No parece que haya un cuadro definido –era el dr K, el residente brillante, que se conocía de memoria todos los criterios diagnósticos DSM y que nos ilustraba en las sesiones clínicas con su destreza para desenvolverse por sus árboles de decisión. Cuando intervenía, dejándonos boquiabiertos con sus conocimientos a todos sus compañeros, era como si los algoritmos fueran una pista de patinaje sobre la que se deslizaba con una pericia sin igual, virando elegantemente en los codos del diagrama sin caer. A veces, mientras le oía me lo imaginaba patinando veloz y seguro, y ardía en deseos por verle darse un morrazo con algún diagnóstico diferencial erróneo. Ajeno a mis malevolentes pensamientos, K, con su discurso monótono, disprosódico, aburrido, pedante, fue descartando la manía, los diversos trastornos de personalidad, los trastornos ligados a drogas, y todos los demás trastornos del DSM, entre los bostezos del personal.
-A su manera, el conjunto sindrómico que has reportado un desorden parafílico –dijo H
-Sí, pero con la definición actual, que liga las parafilias a la sexualidad, no podemos definirlo como tal –aclaró K.
-¿Quieres decir que el estúpido DSM no ha pensado en este tipo de patologías, o que crees que el hecho de que un bilbaino sea de la Real no te parece anormal? –preguntó, inquisitivo D, con la fiereza calvinista con la que los lacanianos criticaban al DSM y en general a todo lo que no fuera de su agrado.
-Tal vez podría ser incluida en la sección de otros problemas que pueden ser objeto de atención clínica–opinó H. Sin embargo, su intervención se vio difuminada por la atemorizada vehemencia con la que K aclaró que no debía cabernos ninguna duda a ninguno de nosotros de que el cuadro le parecía gravísimo, y que además ninguno de nosotros podía dudar de su bilbainismo de incontables generaciones, al que se añadía el hecho de que era socio del Athletic desde la niñez, nada menos que con localidad en tribuna principal, bien cerquita del busto de Pitxitxi. Al ver tan asustado a K sentí por D y por su lacanismo una corriente de sincero afecto como no había experimentado nunca, y que no tardaría en dejar de experimentar.
-¿Y creéis que hay algo que pueda hacerse por este sujeto? –preguntó el dr L, el nihilista oficial del centro, que había permanecido silencioso hasta entonces
-Ahora mismo lo que estoy haciendo es un abordaje psicoterápico –me atreví a calificar así a unas charlas en las que trataba de convencerle de lo desviado de su filia futbolística. D me miró desde su olimpo lacaniano con la sorna y el desdén con que nos contemplaba a los residentes cada vez que hablábamos de psicoterapias y en ese preciso instante desapareció para siempre mi efímero afecto por él y por su escuela.
-Sí, ¿pero tú crees que realmente sirve para algo? –insistió L, y tuve que reconocer mi escasa fe en mi intervención.
-Las boticas tampoco servirán de mucho –dijo I
-No, no... claro –contesté, ocultando que le había atiborrado a neurolépticos en un razonamiento psicopatológico – psicofarmacológico que me había parecido oportuno y que había merecido el aplauso de mi jefe, que callaba como un canalla.
-No hay ensayos concluyentes sobre la efectividad de las drogas psiquiátricas en el tratamiento de este tipo de disturbios –apuntó H–. Tal vez podrías ensayar la aproximación conductual.
-No es mala idea. Le pones vídeos de partidos Athletic – Real Sociedad, y cada vez que marque el Athletic le das algún tipo de recompensa; un cigarrillo, por ejemplo, si fuma. Y si marca la Real utilizas una corriente eléctrica suficientemente aversiva –sugirió G, sin detenerse a considerar los aspectos éticos de su propuesta.
-Insisto en que no tiene sentido –se reafirmó L- Estáis llevando al terreno de la clínica lo que no es clínico, sino moral. Estamos todos de acuerdo en que es impresentable, ignominioso, moralmente reprobable, que un bilbaino sea seguidor de la Real Sociedad, pero, ¿estáis seguros de que esto justifica una intervención psiquiátrica? No confundáis las desviaciones morales con la patología psiquiátrica. Hubo quien ya lo hizo en el pasado y condujo a nuestra especialidad a sus páginas más negras.
Un largo silencio siguió a la intervención de L. Después, poco a poco, todos se fueron adhiriendo a su punto de vista, comenzando, claro está, por C. El problema era que no había problema. No estábamos ante un enfermo, sino ante otro tipo de persona, con lo cual no teníamos por qué preocuparnos por la aparente ineficacia de nuestros remedios. Ya no se trataba, pensé, de que no fuera bueno haciendo mis psicoterapias o utilizando los fármacos: lo que pasaba era que mis barcos no estaban enfrentándose a la enfermedad, sino a los elementos. Vi que K respiraba aliviado al recobrar la confianza en los árboles de decisión del DSM. Por su parte, H opinó que, efectivamente, no toda conducta desajustada implica la existencia de un desorden psicopatológico.
-Entonces, lo procedente sería el alta médica –concluyó mi jefe, con evidente satisfacción por quitarse un problema de encima.
-Sin duda –confirmó L, con su habitual laconismo.
-De todos modos, algo tiene que estar mal en ese cerebro –me dijo E, mientras se rascaba el hipocampo derecho del suyo –No estaría de más pensar en ello.
Mientras recogía mis papeles, y mientras mis compañeros abandonaban la estancia, con la prisa propia de quien no quiere regalar a la empresa ni un solo minuto de prórroga de su jornada laboral, reflexioné sobre las enseñanzas de aquella sesión. Había empezado nervioso, pero poco a poco, con la ayuda de mi jefe, desde luego, había sido capaz de dirigirla adecuadamente. Estaba seguro de que a la menor oportunidad que tuviera B me desglosaría una interminable lista de fallos en mi exposición, pero ya sabía que no tenía que hacerle caso. L había demostrado que su visión desapasionada de los casos podía ser muy útil; de hecho, mi jefe se lo reconoció implícitamente al dedicarle unos minutos al final de la sesión, con palmadita de hombro incluida. Pero en medio de todo, las últimas palabras de E no dejaban de ser sabias, a su manera. Era posible que la tecnología actual no nos permitiera acceder a la secreta malformación cerebral subyacente a la desviación de mi paciente, pero ¿quién nos aseguraba que en el futuro no dispondríamos de procedimientos adecuados para rastrearla, como decía H? Resolví que no daría el alta al paciente sin conseguir que me firmara una autorización de necropsia.
Apéndice
Tras ser dado de alta, el paciente se perdió en las calles de Bilbao y no acudió a la consulta de seguimiento que Luismari había programado a espaldas de su jefe. Durante algún tiempo nuestro residente estuvo al tanto de si se producían peleas en bares de Pozas (o de cualquier otra zona de la ciudad) y siguió con interés las noticias sobre incidentes portuarios. No encontró ninguna referencia a que su paciente hubiera sido arrojado finalmente a la ría. Contactó con la familia, que aseguró que no sabían nada de él desde que dejó el hospital, y con la empresa, donde obtuvo la misma respuesta. Durante algún tiempo supuso que habría emigrado a Guipúzcoa, donde podría desarrollar una existencia adaptada, y poco a poco, el recuerdo de misterioso paciente fue borrándose de su memoria, para retornar vigoroso cada vez que el Athletic resulta vapuleado en Anoeta. En las noches de insomnio que indefectiblemente siguen a estas dolorosas derrotas, Luismari acaricia una idea, que surge a medio camino de un sincero afán altruista en pro del avance de la Ciencia y de un impulso sádico retaliativo, como diría H. Es la confianza en que algún día pueda realizarse la necropsia que resuelva el misterio de aquel paciente.
El jefe de Luismari sigue siendo jefe en el Txori – Herri Medical Center y sigue teniendo muy claro que sus residentes y sus pacientes son suyos.
El dr A continuó durante años haciéndose pasar por bien informado y enterado de todo. Durante un tiempo invirtió en bolsa, y en las conversaciones con sus compañeros alardeaba de que siempre sabía de buena fuente cuáles eran los valores más favorables. Desde que se conoció el escándalo de Gescartera hace 20 guardias mensuales.
El dr B se casó con una residente despampanante con la que tuvo varios hijos. Su joven esposa no le deja que le de clases magistrales y le hace levantarse de madrugada para atender a sus niños cuando lloran.
El dr C, al decaer la influencia del psicoanálisis, se hizo gestor y ha expedientado a varios ex compañeros por resistirse a ingresar a pacientes problemáticos.
El dr D sigue leyendo a Lacan y en los seminarios se le puede ver, junto a sus correligionarios, tratando de descifrar, después de 25 años de paciente y minuciosa lectura, qué coño quería decir el maestro.
El dr E tuvo hubo de ser intervenido quirúrgicamente porque un conductor despistado tomó uno de sus orificios nasales (el derecho, concretamente) por la boca de entrada al túnel de Artxanda.
El dr F obtuvo una beca de estudios en los EEUU y su talento no pasó desapercibido a los cerebros de la APA, que lo incorporaron a una Task Force sobre denominaciones chorras, desde la que contribuye al avance de nuestra especialidad.
El dr G se construyó un chalet con el dinero negro que obtuvo por su participación en innumerables ensayos clínicos. Actualmente es un respetado miembro del comité de ética asistencial del hospital.
El dr H sigue en estos momentos tratamiento con una logopeda que intenta hacerle recuperar su lengua materna.
El dr I se curó de su empeño por cultivar una imagen crítica y desenfadada cuando accedió a un elevado cargo en el Departamento de Sanidad. Ahora tiene coche oficial, chófer, y se niega a recibir a sus excompañeros si se presentan en mangas de camisa.
J, el psicólogo, sigue trabajando en el Txori – Herri Medical Center, y su relación sadomasoquista con el exjefe de Luismari va viento en popa.
El dr K, el residente pedante, confirmó las brillantes expectativas sobre su futuro profesional y hoy en día pasa las diapositivas en las charlas del catedrático.
El dr L sigue trabajando en el Txori – Herri Medical Center, y cualquiera que le vea diría que el tiempo no pasa por él.
A pesar de los negros presagios de su tutor, Luismari consiguió terminar la especialidad y es hoy un psiquiatra de provecho en un CSM. Atiende de promedio 20 pacientes diarios (sin contar las urgencias y las llamadas telefónicas) y hace cada mes cinco guardias que no consigue librar por lo apretado de su agenda. El año pasado asistió a un congreso en Melbourne, al que le llevó un conocido laboratorio. Gracias a ello conoció Australia (único continente que aún no había visitado en sus viajes pseudocientíficos y pseudoprofesionales).
©Txori-Herri Medical Association, 1997-2002