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La fanfarronería de la medicina

BMJ 1999; 319:929 (2 octubre)

http://www.bmj.com/cgi/content/full/319/7214/929


Hace poco asistí a una cena muy agradable con un grupo de residentes, y como siempre sucede en estos casos, no tardamos en ponernos a hablar sobre medicina. Por supuesto, no fue una discusión académica sobre los últimos adelantos en técnicas quirúrgicas, ni una revisión de artículos recientes de revistas médicas, sino los temas más comunes de los desastres médicos, el desmantelamiento de los hospitales, y el descontento con el trabajo, con la habitual guarnición de sangre, vísceras y excrementos.

Éstos son los temas habituales de conversación en las cenas de residentes. Se comienza con batallas inocentes e inofensivas, pero a la manera de una bola de nieve lanzada por una escalera de caracol sube el tono como si cada uno quisiera encontrar una anécdota con la que superar a los demás. ¿Quién tiene la peor rotación? ¿Quién está trabajando con el adjunto más tirano? ¿Quién puede contar la historia más morbosa y sangrienta sobre traumatismos y desastres? Un residente de segundo año cuenta el caso de un joven de 18 años que se tiró al tren y al que hubo que llevar a urgencias en dos ambulancias. Pero al momento se ve superado por un residente de tercer año que relata la muerte de un bebé de 6 meses a causa de los malos tratos de sus padres drogadictos. Las batallas suelen comenzar con un "Cuando yo rotaba por... " y "Éso no es nada comparado con...." Un residente de segundo año se queja de que tiene que hacer guardias cada tres días, pero sus compañeros más altos le hacen callar recordando los tiempos en que ese ritmo de trabajo era un chollo.

No hay tiempo para condolencias o para hablar del impacto que estos sucesos tienen en un grupo de adultos jóvenes que se han reunido para cenar. Pararse a ello iría contra la esencia de la actitud general de la medicina. La fanfarronería, fluye libremente alrededor de la mesa como el vino que nos sirven, y en este festival tradicionalmente machista participan tanto hombres como mujeres. Los residentes más inexpertos tienen menos batallas que contar y suelen permanecer silenciosos, pero siempre hay alguien dispuesto a llenar su silencio con sus propias historias.

Yo, por supuesto, no me quedo al margen, y me sumo con mi última batalla, la de un enfermo mental al que encontraron en una piscina de sangre después de degollarse u cortarse ambas fosas antecubitales. Cuento a mis colegas cómo en mi condición de único médico en el hospital, manejé la situación con autoridad y confianza. No hago ninguna mención a mi inquietud y agitación posterior ni a la sangre que empapó mis pesadillas. Ninguna mención tampoco a la envidia con que miré a las enfermeras cuando abandonaron el hospital al terminar su turno de trabajo para tomar algo y hablar de lo que había pasado. Así podrían elaborar cómo les había afectado el caso. En cambio, yo, el profesional más joven y más inexperto, me quedaba en el hospital, hasta terminar mi guardia de 24 horas sin ninguna palabra más.

Este es un aspecto aún descuidado en n esta época de mejoras en las condiciones laborales para los residentes. Las personas, incluidas los médicos, deben comprender que no somos un grupo robots endurecidos y desensibilizados que pueden echarse encima acontecimientos traumáticos sin verse afectados por ellos. Tenemos que comprender el verdadero efecto de nuestro trabajo sobre nosotros, que se refleja en unas tasas inquietantes de abuso de drogas y alcohol, suicidio, y divorcio. Las difíciles condiciones laborales, las guardias y la frecuentes exposición a situaciones traumáticas conllevan intensas cargas emocionales que nos llevamos a casa con nosotros. Y nos defendemos con la negación y la fanfarronería.

La conversación de aquella noche no fue una competición de balandronadas de residentes insensibles y arrogantes, como tal vez pudieron pensar las personas que se sentaban en la mesa de al lado. En realidad, éramos un grupo de adultos jóvenes que realizaban el acto necesario y vital de intentar afrontar unas tensiones inimaginables apra personas que trabajan en otras profesiones. Nos concedemos las catarsis que nos da contar batallas cuando estamos en compañía de colegas, como nuestra propia forma de terapia informal. Nos alivia al final del día y nos permite volver a trabajar al día siguiente.

Hay que caer en la cuenta del impacto emocional y psicológico que nuestro trabajo tiene en nuestra vida. Pero contar batallas tremebundas no debe ser la única manera en que afrontemos el problema. Actualmente muchos hospitales proporcionan apoyo a los médicos en forma de servicios de counselling, lo que es un avance. Pero la mayoría de los doctores evitan estos servicios por temor a ser tildados de flojos, algo que nunca podría admitir un residente henchido de la fanfarronería de la profesión.. Más importante que exigir que los hospitales faciliten este tipo de programas es que los médicos admitamos nuestra sobrecarga para poder empezar a afrontarla. Debemos utilizar los servicios disponibles y debemos exigir que sean adecuados y suficientes. El problema es que si encontramos otras vías para descargar nuestra angustia, ¿de qué vamos a hablar en nuestras cenas?

Stephen Dinniss, residente de Psiquiatría.

Gloucester


Txori-Herri Medical Association, 1999

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