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BMJ 2000;320:259 (22 enero)

De vuelta después del burnout

El artículo de Chris Johnstone sobre burnout en la sección Career Focus (BMJ, 1 de mayo de 1999) me resonó especialmente, ya que cuando lo leí hacía poco que me había retirado del caótico tren de vida de la Cirugía Traumatológica.

Pero no fue, como en el caso del Dr Johnstone, una infección respiratoria lo que me sacó del circuito, sino un examen médico que había demorado durante mucho tiempo y en el cual se me descubrió una hipertensión arterial. Por desgracia, seguramente no soy ni el primero ni el último médico que ha necesitado un diagnóstico fiable e inequívoco antes de aceptar que sus recursos físicos y emocionales se están consumiendo por el desgaste de unas crecientes exigencias profesionales.

¿Se dio cuenta alguien de que mis mecanismos de afrontamiento se habían agotado?

Durante 12 años dirigí una unidad de Traumatología Pediátrica. El perfil asistencial en traumatología en Sudáfrica es bien conocido, y los numerosos estudiantes británicos que visitan nuestros hospitales regresan sin duda a sus hogares convenientemente equipados con desgarradoras batallitas sobre ríos de sangre y armas ocultas bajo la bata en el hospital en un tono melodramático similar al que utilizan los propios traumatólogos sudafricanos en sus reuniones cuando hablan de sus hazañas con la caña de pescar.

Desgraciadamente, toda esta música celestial sirve principalmente para reprimir la creciente tensión emocional que todos nosotros sentimos. Los cirujanos traumatológicos son el epítome de los guerreros médicos, y harían cualquier cosa antes que reconocer que sus recursos emocionales se ven puestos a prueba con demasiada frecuencia por situaciones repugnantes, rutinas laborales que no tienen nada de rutinarias, o que les agobia la inmensidad de los problemas sociales que nutren todas las noches a nuestras salas de reanimación.

Mi vida es menos excitante, pero ahora es más vida, y todavía merece la pena vivirla

Aunque con dolor, no me costó mucho tiempo decidir que tenía que bajar el pistón, con el susto que me dio ver mis cifras de tensión arterial diastólica. Aquella tarde, la necesidad urgente de cambiar mi estilo de vida parecía tan clara como atemorizante. Me pasé horas en una camilla, incapaz de contener lágrimas reveladoras de alivio, irritación, pesar y recriminación.

Doce años de tensión brotaron como espuma, y sólo se interrumpieron pasadas las 11 de la noche por una llamada telefónica del residente de guardia pidiendo ayuda. Me recompuse rápidamente, y me dirigí a luchar una vez más contra los dragones. Siempre que reflexiono sobre aquella noche, me asusto por la facilidad con la que la llamada del deber pudo hacer reaparecer la máscara de fortaleza que había adoptado inconscientemente en mi búsqueda de satisfacción profesional. Presenté mi renuncia al día siguiente.

No era fácil sobrevivir fuera del hospital. Me imaginaba que cada cara, cada comentario inocente, era un grito de "Judas" dirigido a mí. Después de todo, yo había abandonado una institución desbordada por el doble infortunio del recorte de personal y una carga asistencial cada vez mayor. El mismo autorreproche reaparecía a menudo, y mis necesidades personales cedían ante exigencias laborales que se me antojaban más necesarias que mi propio bienestar. Me limité a confinarme en la relativa seguridad de mi despacho, e hice todo lo que pude para sabotear las celebraciones de despedida que se organizaron en mi honor. Era como una pesadilla en la que intentaba infructuosamente escapar de mis propios demonios por estar mis pies firmemente pegados al suelo.

Han pasado dos meses desde que dejé definitivamente el hospital. Todavía estoy de duelo por la pérdida de un estilo de vida profesional enloquecedor, y lleno el vacío ahora con un trabajo no clínico de horario regular y de ritmo mucho más lento. Mi vida es menos excitante, pero ahora es más vida, y todavía merece la pena vivirla. Aprender a hacer menos cosas sin sentirme no realizado ha sido una adaptación muy importante. A menudo me veo en la necesidad de recordarme a mí mismo que el prestigio tiene un coste que está claro que no puedo permitirme.

A veces reflexiono sobre la imagen que han podido tener de mí mis ex-colegas en las muchas ocasiones en que el estrés hacía aflorar lo mejor de mí y me ponía tan dinámico y energético como un diablo de Tasmania rebosante de anfetaminas. ¿Se dio cuenta alguien que mis mecanismos de afrontamiento se estaban agotando, y que me estaba convirtiendo en un peligro potencial para mis pacientes? Y en ese caso, ¿por qué no intervinieron para ayudarme? ¿Fue por tacto, por incomodidad, o por la tradicionalmente respetada decisión de no interferir en la vida de otros compañeros?

Y no reflexiono sobre estas cosas porque esté buscando un chivo expiatorio. Después de todo, yo solito me hice indispensable, cargándome con todo tipo de obligaciones adicionales que bien podría haber delegado. Mi intención era facilitar cobertura especializada prácticamente cada día, noche, y fin de semana, aparentemente "para garantizar continuidad", pero en realidad mi exagerada disponibilidad era simplemente un síntoma de mi necesidad insaciable y obsesiva de sentirme necesitado. Fui yo quien se engañó a cada paso. Deberé tener mucho cuidado que no me pase de nuevo.

©Txori-Herri Medical Association, 1997-2000


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